domingo, febrero 25, 2007

TATUAJE....


El presente texto constituye un ensayo sociológico que tiene como soporte un conjunto de reflexiones, observaciones empíricas y entrevistas en profundidad realizadas –desde principios del año 2003 en la ciudad de Santiago– tanto a jóvenes que tienen por oficio el practicar el arte del tatuaje en los cuerpos de otras personas (la oferta), como a diversos actores juveniles urbanos que han asumido como opción la alteración de sus cuerpos a través del tatuaje (la demanda), o bien, el piercings, entre otras formas de modificación corporal. Por ello interesa comprender ¿Qué es el tatuaje?; ¿Cuándo aparece históricamente esta práctica cultural a ratos indefinible?; ¿Cuáles son los significados asociados a este deseo milenario de alterarse con caracteres imborrables la memoria del cuerpo?; ¿Cómo es apropiada dicha práctica por las culturas juveniles contemporáneas?, donde –por una parte– se configuran las tensiones entre la masificación de las marcas sobre la piel juvenil y la industrialización a la carta del trazado anatómico y, por la otra, la producción de una alteridad juvenil dura, donde el sentimiento de pertenencia grupal, la opción por la estética minoritaria de los bordes y la reivindicación del cuerpo como territorio radical para la reinvención de sí mismo, hacen sentir su potencia espesa y su vibración maquínica sobre la epidermis de la ciudad. En fin, sólo preguntas que me sirven como pretexto para avanzar en el tatuado zigzagueante de estas pálidas texturas que hoy me detienen y también me retienen un poco, sobre el avance hacia otros cuerpos que esta ciudad no alcanza a contener.


Continúa...


I. Trazando (con) textos



Antes de introducirnos en las temáticas a las que nos convoca el presente texto me parece conveniente preguntarse ¿Qué es un cuerpo?, o bien, ¿Si el cuerpo está en la naturaleza o en la cultura? En ese sentido, las preguntas podrían producir otras direcciones en el texto, que por cierto, superan el azar que me disciplina a escribir sobre las intensidades que caracterizan a las culturas juveniles y a la práctica del tatuaje. Sin embargo, pareciera ser que uno tiene un cuerpo, pero también uno es un cuerpo, o bien, uno es el cuerpo que tiene. De ahí que el cuerpo sea, más que un hecho dado de la realidad, una presencia y una experiencia vivida, pues el cuerpo se construye socio-culturalmente, y en ese sentido al tener un cuerpo también produzco un cuerpo. Con todo, el cuerpo constituye un campo cosificado por la racionalización moderna, pues el cuerpo se configura en objeto de poder y de saber a través de diferentes tecnologías y dispositivos imbricados en las diversas capas del tejido social.



“El cuerpo se convierte en un campo de fuerzas que son tanto activas como reactivas. El cuerpo forma parte del proceso total de la voluntad de poder y la voluntad de saber. El cuerpo no es un hecho biológico dado de nuestra presencia en el mundo, sino una visión, un objetivo, un punto de llegada y salida para las fuerzas que conforman la vida” (Turner, 1989: 15).



En ese mismo registro, la historiadora chilena María Angélica Illanes plantea al cuerpo como una experiencia que circula más allá de las fronteras de lo anatómico, pues el cuerpo configura ante todo una categoría cultural a través de la cual “podemos identificar una determinada visión de mundo en una determinada sociedad histórica (...), porque la cultura del cuerpo constituye una clave sígnica que nos habla de una determinada sociedad y de una determinada época. Se trata de una construcción humana sobre un elemento de la naturaleza. La sociedad lo modela y ha sido objeto de cambio” (2002: 8).



En el marco de la cultura occidental, para Foucault (1990) en las sociedades premodernas la subordinación y el castigo del cuerpo se ha ligado estrechamente, por ejemplo, con el control de la sexualidad femenina a partir del dispositivo familiar-patriarcal, que tuvo la función de organizar la distribución de la propiedad en un sistema de primogenitura. Mientras que, en las sociedades modernas las prácticas ascéticas del protestantismo y el imperio de las disciplinas sobre el cuerpo, suplantaron las negaciones del monasterio por las tecnologías de la vigilancia de la vida cotidiana, en contextos como el de la familia, la escuela, el hospital, la cárcel y la fábrica.



Por último, la actualidad de las sociedades posmodernas ha inaugurado un modo de socialización y de individuación inédito para el cuerpo, que rompe con el cuadriculado instalado desde los siglos XVII y XVIII. Este modo de socialización se expresaría en una explosión del proceso de personalización que va poniendo en crisis las socializaciones disciplinarias que caracterizaron a las sociedades fundadas en la idea de progreso. En ese sentido, podemos decir que mientras la sociedad moderna se obsesionó con la producción y la revolución, la sociedad posmoderna hizo lo propio con la información y la expresión (Lipovetsky, 2000).



Es precisamente en este último contexto donde el cuerpo se va configurando en un objeto de culto, proceso que se expresa a través de una gama compleja y múltiple de prácticas biopolíticas (Foucault, 1987), que tienden a controlar y normalizar soterradamente a las poblaciones con el fin de domesticar políticamente los cuerpos y rentabilizarlos económicamente. De ahí que surjan estos micro fundamentalismos por la salud, los chequeos médicos, los productos farmacéuticos, la higiene, las luchas contra la obesidad y la anorexia, etc. Pues de lo que se trata es de combatir la degradación corporal y de mantener el cuerpo tonificado y hermoso a través de masajes, deporte, saunas, comidas dietéticas, solarium, regímenes para adelgazar e incluso reciclarlo quirúrgicamente cuando las posibilidades lo permitan.



Ahora bien, es en este marco socio-cultural en el cual deseo imprimir las velocidades de este texto, que en rigor pretende hablar de cómo, en el contexto de las culturas juveniles urbanas, las prácticas del tatuaje y en general de las perforaciones corporales, se nutren también de las construcciones sociales que las diferentes épocas realizan sobre los cuerpos y cómo se van convocando memorias y promoviendo tensiones que re-dibujan los imaginarios del cuerpo para diferentes grupos de jóvenes urbanos.



II. Entre las marcas del génesis



Para empezar, el origen de la palabra tatuaje es incierto, no obstante parece proceder etimológicamente de la palabra “ta” del polinesio “golpear”, o de la antigua práctica de crear un tatuaje por medio del golpeteo de un hueso contra otro sobre la piel, con el consiguiente sonido “tau-tau”.



La palabra latina para tatuaje la podemos identificar con estigma, y entre las múltiples definiciones de estigma están las asociadas con una marca hecha sobre la piel de un individuo con un instrumento afilado. También se le define como una marca hecha en la piel de un esclavo o criminal con el objeto de su reconocimiento, es decir, con la intención de visibilizar el lugar de la culpabilidad y la sanción. Pero si se quisiera ensayar una noción provisional y actualizada, se debería señalar que el tatuaje es una técnica de decoración del cuerpo mediante la inserción de sustancias colorantes bajo la epidermis, una vez que ésta ha sido perforada con un instrumento punzante, como por ejemplo, una aguja eléctrica.



Por otra parte, en lo referido a la historia del tatuaje propiamente tal, se puede afirmar que el tatuaje parece tan antiguo como el propio género humano. El tatuaje se caracteriza por ser una práctica cultural antiquísima. Algunos huesos puntiagudos hallados en la cueva prehistórica de Aurignac1 y en algunos sepulcros del antiguo Egipto, demuestran que es una práctica que acompaña al género humano desde sus orígenes.



Los ejemplos más antiguos de tatuaje descubiertos en la actualidad corresponden a la momia descubierta en 19912 dentro de un glaciar, donde se encontró un cazador de la era neolítica con la espalda y las rodillas tatuadas. No obstante, antes de este último suceso se tenía como referencia el caso de una mujer sacerdotisa de origen egipcio, quién se hacía llamar Amunet, adoradora de Athor diosa del amor y la fertilidad. Se estima que esta mujer vivió en Tebas alrededor del 2000 A.C., y cuyo cuerpo estaba totalmente tatuado con dibujos decorativos de puntos y líneas estilizadas, probablemente de carácter sagrado o religioso.



Se sabe también que los fenicios se tatuaban en la frente y que los griegos acostumbraban tatuarse serpientes, toros y motivos religiosos. Los romanos utilizaron la técnica del tatuaje para marcar a los prisioneros. Pero habría que esperar hasta la llegada de Constantino para la emisión de un decreto en Roma contra esta actividad, pues los cristianos eran hostiles al tatuaje, ya que se creía que si Dios había hecho al hombre a su imagen y semejanza, debería considerarse un pecado la actividad que llevaba a las personas a alterar su imagen o la de otros mediante este procedimiento. La inquisición también persiguió a quienes llevaban tatuajes sobre sus pieles, pues se consideraban signos de brujería y, por tanto, herejías.



De ahí que dicha práctica fuese desterrada por considerarse sinónimo de idolatría y superstición. No obstante, existen registros de que los guerreros religiosos de las Cruzadas se hacían tatuar crucifijos para asegurarse un entierro cristiano. Lo propio realizaban los peregrinos que iban a Jerusalén, pues se hacían tatuar crucifijos para recordar su viaje y como presencia constante de su fe.



Posteriormente, el surgimiento de los gremios de artesanos durante la Baja Edad Media y la expansión de los viajes de ultramar durante el Renacimiento, provocaron la difusión de esta costumbre, incluso en el Nuevo Continente.



En lo que se refiere al mundo oriental, alrededor del 1000 A. C el tatuaje logró la entrada por medio de las rutas comerciales a la India, China y Japón. A pesar de un glorioso inicio en Japón, fundamentalmente durante el 500 D.C., el tatuaje estaba reservado para aquellos que habían cometido crímenes serios, y los individuos tatuados eran aislados por sus familias, donde se les negaba cualquier participación en la vida comunitaria. Se solían aplicar marcas en los brazos o frente identificando de qué prisión venía la persona. Así, el ser tatuado constituía el peor de los castigos.



Más adelante, durante el siglo XVIII esta práctica se convertiría en una manía coleccionista, especialmente entre las clases obreras japonesas. Durante ese mismo período se desarrolló la cultura popular de Japón y florecieron las artes y diversos entretenimientos. El arte japonés de impresión en madera se ajustó a las necesidades de este período, las impresiones se llamaban ukiyoe y tuvo gran influencia sobre el tatuaje. Era común que los amantes llevaran cada uno la mitad de un tatuaje que al juntarse formaban una sola figura (irebokuro). Posteriormente el emperador Matsuhito (1867-1912), ante la apertura de Japón al occidente decidió prohibir los tatuajes para no dar la impresión de salvajismo ante los extranjeros.



Por otra parte, también es reconocido el hecho de que el arte del tatuaje era practicado por los maorí. Donde se tenía como ideal el ser tatuado de pies a cabeza, pero para ello debía comenzarse a los ocho años. El proceso solía ser lento y doloroso, terminando en la adultez.



El arte del tatuaje fue redescubierto por los exploradores, donde destacan nombres como el de J. Banks3, artista y científico que navegó junto al capitán J. Cook4, quién describió en 1769 el proceso del tatuaje de la Polinesia. Los marineros del capitán J. Cook iniciaron la tradición de los hombres de mar tatuados y extendieron rápidamente esta afición entre los marineros, quienes aprendieron el arte y lo practicaron a bordo. Muchos de los marineros encontraron llamativa la cultura y las costumbres que caracterizaban a los diversos pueblos primitivos de la Polinesia, expresando su entusiasmo con el gesto de tatuarse ellos mismos. Pero con el tiempo esas inscripciones sirvieron para identificar a los “revoltosos”, por ejemplo en el motín del Bounty5, ocurrido en 1789. El juicio contra los amotinados propició el estereotipo de la asociación entre los tatuajes y la delincuencia.



También fueron los viajes de J. Cook los que describieron el arte moko entre los maoríes, un doloroso y elaborado proceso que duraba meses y que daba por resultado diseños negros en espiral y a rayas.



III. De agujas y de performance



En lo referido a diseños y procedimientos, se puede partir señalando la existencia de registros relativos al tatuaje incaico que se caracterizaba por diseños gruesos y abstractos que se asemejan a los tribales actuales. En muchas culturas el diseño de animales es el tema más frecuente y están asociados tradicionalmente con la magia, tótems y el deseo de la persona tatuada de identificarse y fundirse con el espíritu del animal dibujado sobre su piel.



Entre los egipcios dominaban los diseños y trazos gruesos y lineales, preferentemente de color negro. Lo mismo que en las culturas precolombinas, el diseño de animales resulta ser el tema más recurrente y predominante.



En el caso del tatuaje de la polinesia se puede afirmar que sus diseños fueron los más artísticos en el mundo antiguo. Estaban caracterizados por figuras geométricas elaboradas, las que usualmente eran embellecidas y renovadas durante toda la vida del individuo hasta que llegaban a cubrir el cuerpo entero. Entre los maoríes, los pigmentos se obtenían de vegetales y tizne, donde se usaba una especie de peine de hueso de dos o más puntas para intervenir los cuerpos. Los niños y niñas desde los siete años eran recluidos en cuevas durante tres meses para que sus cuerpos se mantuvieran blancos, luego se les pintaba de rojo para asistir a las ceremonias donde se procedía a tatuarlos.



Los diferentes diseños maoríes variaban entre motivos zoomorfos y antropomorfos. Entre los zoomorfos predominaban los pájaros y los insectos. Mientras que en los motivos antropomorfos predominaban: el lineal con cabeza y brazos, las figuras relativas al cuerpo humano, los rostros y el komari (vulva). A propósito de este último dato, cabe consignar también que entre algunos de los antiguos habitantes de Oceanía, destacan algunas mujeres que se tatuaban sobre la vulva símbolos sexuales, una práctica inscrita al interior de un rito erótico orientado a exacerbar la atracción sexual, el placer y el sentido de lo trascendente.



También cabe señalar, a propósito de la pigmentación, que el tatuaje en color alcanzó gran desarrollo entre los maoríes y en el pasado fue una forma popular de adorno en China, India y Japón, así como en numerosos pueblos primitivos de Colombia, Brasil y la región del Gran Chaco (Argentina, Paraguay y Bolivia).



Siguiendo en la línea de los diseños, destaca también, por su fama mundial, el tatuaje japonés y su sofisticado nivel estético. El cual se distingue por un diseño integral y por la complejidad de las técnicas de dibujo. El tatuaje japonés clásico usa héroes legendarios y motivos religiosos, que pueden combinarse con decoraciones florales, lunas, paisajes y animales simbólicos como dragones y tigres, contra fondos de olas, nubes y rayos. Los diseños no eran pequeños ya que se trasladó la pintura tradicional a los cuerpos, dando por resultado dibujos grandes que cubrían en su totalidad espaldas, pechos y costillas.



Por otra parte, en relación a los procedimientos, el tatuaje japonés se caracteriza porque tradicionalmente se hacía a mano, por medio de una estaca de madera a la que, de acuerdo con la intensidad del color y el diseño se le añadían hasta una docena de agujas. Mientras se estiraba la piel con una mano se golpeteaba rítmicamente el área a tatuar con la otra. Con una visita semanal se necesitaba un año para completar un tatuaje de cuerpo entero. Este tipo de tatuaje de cuerpo entero (irezumi) hoy se encuentra en completa decadencia. Actualmente en Japón hay una actitud más complaciente y el tatuaje no es necesariamente una señal de marginalidad.



Por último, resulta relevante mencionar, a propósito de procedimientos y elementos componentes del tatuaje, las contribuciones que Rafael Salillas6 propició en este campo de prácticas culturales. Salillas reconoce en el tatuaje tres elementos fundamentales: psíquicos, sociológicos y técnicos. En relación al elemento psíquico se podría decir que el tatuaje va unido a la personalidad por su carácter indeleble y permanente, donde se lo asume como una prolongación de los sentimientos del sujeto que lo lleva impreso y por tanto como un atributo más de la personalidad del individuo, que –por cierto– también es susceptible de exteriorizarse, exponerse y exhibirse. Los componentes sociológicos están ligados básicamente al sentimiento de pertenencia e integración grupal, a la aceptación de parte de los otros y a la identificación con ciertos referentes simbólicos compartidos. Por último, los componentes técnicos –a los cuales se ha hecho referencia en la presente sección– comprenden básicamente el instrumental, las materias colorantes y las representaciones gráficas. El instrumental varía según se trate de tatuaje por escarificación, por quemadura o por puntura.



Este último procedimiento, resulta antiquísimo y se han encontrado finos huesecillos en tiempos prehistóricos utilizados con este fin. Luego en tiempos más recientes se han utilizado agujas enmangadas, una o varias agrupadas. En Australia los aborígenes utilizaban un hueso de albatros aguzado con filo y punta muy fina, incrustado en un mango de madera que se percutía sobre la piel deslizándose por ella y haciendo una incisión sobre la que se depositaba un colorante con un pequeño pincel (tatuaje por sajadura).



De este modo, toda marca de tatuaje es análoga a un símbolo. Hay lemas, anagramas, iniciales, inscripciones. Se puede observar también el influjo político en los tatuajes, pues se inscriben sobre la piel lemas revolucionarios y de protesta, también textos amorosos, amistosos, pesimistas, irónicos, etc. Armas como puñales, espadas cruzadas, corazones, manos, grilletes, tijeras. En fin, a veces son plantas o animales, otras veces son símbolos religiosos como cruces, coronas de espinas, santos o vírgenes.



IV. Los significados de la piel



El género humano ha utilizado todos los colores del arco iris para pintarse y alterar de alguna forma su aspecto, pero ¿Cuál ha sido la razón para dicha alteración corporal y cuál ha sido su significado? Muy variado: ornamental, simbólico, marca tribal, festivo, luto, guerra, distintivo de jefatura, erótico, sexual, etc.



Se cree que en la antigüedad el proceso del tatuaje era mucho más elaborado que en la actualidad, ya que tenía una carácter significativamente más ritualista que en el mundo contemporáneo. Existía la creencia de que los tatuajes protegían contra la mala suerte y las enfermedades. También se utilizaban como identificadores del prestigio social, del rango o de pertenencia a un grupo determinado. Sin embargo, se ha usado frecuentemente como adorno.



Entre los pueblos primitivos, tatuarse no tenía nada de transgresor, sino que constituía un signo de integración social. Los maoríes de Nueva Zelanda, por ejemplo, solían tatuarse la cara como signo de distinción. El dibujo, llamado moko, hacía a la persona única e inconfundible, como las huellas dactilares, pues dicho procedimiento –a base de escarificaciones, surcos y espirales– terminaba por cubrir todo el rostro. De hecho, los maoríes usaban la reproducción de su moko como firma en los documentos. El tatuaje era una parte natural y espiritual de su vida, tenía un profundo significado cultural y social, y era normal que el respeto hacia una persona se midiera por la cantidad de tatuajes que tuviera. Por ello, en muchas islas de Oceanía, sólo los jefes podían tatuarse el cuerpo y a veces todo el cuerpo. Era una diferencia social evidente a primera vista.



En el caso del antiguo Egipto, se piensa que era una práctica desarrollada casi exclusivamente por mujeres, donde el dolor jugaba un papel relevante y la mayoría de las veces se usaba para demostrar valentía o confirmar la madurez, en la misma forma que todavía se puede observar en los rituales de tribus de Nueva Zelanda.



Los significados que poseía el tatuaje egipcio estaban relacionados principalmente con el lado erótico y senso-emotivo de la vida. Estaban asociados tradicionalmente con la magia, la protección y el deseo de la persona tatuada de identificarse con el espíritu del animal grabado sobre su piel.



Por otro lado, como ya se planteara, también existieron pueblos que utilizaron el tatuaje y la escarificación como símbolos de rango y afiliación social, o bien, como signos de duelo. También se usaba en la antigüedad para impresionar y asustar a los enemigos en el campo de batalla. En las antiguas poblaciones británicas este método de intimidación fue utilizado por los guerreros que al tatuarse la cara y cuerpos en preparación para la guerra, lograban desmoralizar e infundir temor a los enemigos. Mientras que en la época medieval, especialmente en Europa, constituía un atributo o distintivo nobiliario, un signo de identificación de una clase privilegiada.



En el caso de las prácticas del tatuado oriental, específicamente en el caso del tatuaje japonés, destaca también el tatuado de cuerpo entero, donde existe la creencia de que proviene del deseo por ocultar las marcas de castigo. Este tipo de tatuaje se encuentra desde finales del siglo XVIII, los diseños más comunes eran los budistas y representaban un gran compromiso emocional y económico, y cada diseño se asociaba a un atributo que pasaba a formar parte del individuo tatuado.



Por último, resulta significativo tener en cuenta que el tatuaje es generalmente biográfico, pero cabe hacer una distinción en lo referido a los contextos penitenciarios modernos, pues en opinión de R. Salillas la práctica del tatuaje en las prisiones respondería a una motivación más imitativa que ritualista y sagrada, ya que muchos de los presidiarios se tatúan “porque los demás lo hacen, por no ser menos, porque es costumbre”. A veces es impuesto por el grupo. Así, cuanto más tatuado está un prisionero significa que está más avezado en la práctica del crimen y se distingue más entre los compañeros, donde siempre existe el exhibicionismo en la ostentación de un tatuaje.



No obstante estos últimos datos, el presente texto desea contribuir a la expropiación de la práctica del tatuaje del dominio psiquiátrico-crimilalístico, que tradicionalmente ha sido hegemonizado por el poder/saber del cuerpo médico y jurídico. Para este efecto el texto pretende avanzar hacia otros campos de interpretación que resignifiquen la fisonomía psicopatológica que aún pesa sobre la práctica del tatuaje.



V. Culturas juveniles: “volver a nacer a la ‘pinta’ de uno”



El tatuaje constituye un capítulo en la historia del adorno, los emblemas nobiliarios y guerreros, las manifestaciones afectivas y otras muchas ideas humanas. El tatuaje es además un documento histórico y socio-antropológico, y en rigor una de las primeras manifestaciones de los graffiti. Por otra parte, durante las Guerras Mundiales, el tatuaje representó una señal de pertenencia entre los soldados, pero es sólo a partir de la década del 60’ que se convirtió en sinónimo de rebeldía. Así, el tatuaje ha estado presente en cada época sobre la piel de muchas personas, como testimonio de su carácter perenne.



Precisamente a finales de los años sesenta se puede empezar a hablar de tatuaje y de tatuadores7, por ejemplo, en España. Práctica que, por cierto, comenzó en las zonas portuarias, donde se tatuaban las poblaciones de marineros, pero no es hasta finales de los años setenta que el fenómeno se difundió todavía más, particularmente entre las clases medias altas, con el nacimiento de una cultura alternativa que consideraba este arte como una forma de extravagancia. Y en los años ochenta, bajo el impulso de las culturas juveniles como el punk, heavy, rocker y de otras nuevas tendencias, los jóvenes empezaron a interesarse por el tatuaje y a considerarlo como una práctica que generaba un sentimiento de pertenencia grupal y como un mecanismo de producción de alteridad, pues su inscripción en el cuerpo representaba distancia y diferenciación del mundo adulto y de la cultura hegemónica.



Ahora bien, cuando se hace referencia a las culturas juveniles, se está aludiendo a un modo “en que las experiencias sociales de los jóvenes son expresadas colectivamente mediante la construcción de estilos de vida distintivos, localizados en el tiempo libre, o en espacios intersticiales de la vida institucional” (Feixa, 1998: 84). Esto último se asocia a la construcción de estilos juveniles, que en opinión de autores como C. Feixa (1998), están compuestos por una serie de elementos culturales, entre los cuales puede destacarse: primero, el lenguaje: como forma de expresión oral distinta a la de los adultos, pues los jóvenes realizan juegos lingüísticos e inversiones lingüísticas que marcan la diferencia con los otros; en segundo lugar, la música: donde el género del rock se transformó en la primera música generacional, que fue capaz de distinguir a los jóvenes, internalizándose en el imaginario cultural juvenil, y marcando las identidades grupales, producto de su consumo o de la creación; y en tercer lugar, la estética: que potencia la identidad juvenil a través, por ejemplo, del pelo, la ropa, los accesorios, entre otros. Así, para C. Feixa (1998), nos encontramos con producciones culturales que se construyen a partir de revistas, videos, músicas, graffitis, perforaciones y tatuajes. Estas producciones cumplen la función de reafirmar las fronteras del grupo y también de promover el diálogo con otras instancias sociales juveniles8.



En razón de este último campo de temáticas, Alfredo Nateras9 parte preguntándose en algunos de sus trabajos sobre tatuajes y perforaciones, si ¿Acaso estos jóvenes que inscriben sus prácticas cotidianas al interior de estas culturas juveniles, no serían los nuevos primitivos urbanos?



Ciertamente, como lo advierte Nateras, la oferta del tatuaje al principio fue bastante elemental y artesanal, hasta ir configurando un oficio, donde el aprendizaje es básicamente por observación directa y por auto-pigmentación de la piel a través de un instrumental fundamentalmente casero. Para finalmente coagular en un proceso de profesionalización particular.



Corzario10 comenzó a los 13 años a “dermo-pigmentarse” su cuerpo, cuando podríamos decir que todavía era un niño. Corzario se auto-practicó un tatuaje cuando se encontraba de paso por Brasil a comienzo de los 80’. Luego de regreso en Chile e inmerso en el mundo punk santiaguino, buscó alternativas para continuar con una práctica que según él constituye un verdadero arte.



“Nos juntábamos en mi casa a tomar y después de curado nos tatuábamos con agujas enrolladas en hilo. Dos agujas enrolladas en hilo funcionaban como una pluma cachai, le echábamos tinta y nos pinchábamos la piel. Yo trabajé con tres agujas que hacían una línea más gruesa, lo único malo es que quedaban un poco deformes los tatuajes. Pero así empezaron nuestros primeros tatuajes, bien básicos: tinta china y tres agujas a la piel” (Corzario)11.



Durante esos años tampoco eran muy asépticas las condiciones en las cuales se practicaban los tatuajes estos grupos de jóvenes, al parecer sobraba entusiasmo y faltaba técnica, además de oficio e higiene.



“en ese tiempo en que empecé a tatuarme era super fea la güeá para todo el mundo, no teníamos ni revistas de tatuajes, ni teníamos como máquinas (...) y el Pato Champ, que es un tatuador super antiguo (...) que es como el rey del negro y sombra, me dijo: mira compadre pesca un motor de una radio, un portaminas, una biela y un botón, y te enseño a hacerte tu máquina (...) y partí y me hice mi primera máquina de tatuaje de rotación (...) y él me hizo mi primer tatuaje bacán así en el brazo, que fue un escorpión, el de los Red Hot Chili Pepper, el de Chad Smith. De ahí seguí tatuando a todos mis amigos, güeón que pillé tatué con esa máquina, pero después empecé a cachar que era bastante poco higiénica, era muy ordinaria cachai, igual yo no tenía ningún problema (...) porque íbamos a comprar portaminas y tatuaba al loco con su propio portaminas, esas eran las medidas higiénicas que yo tenía.”



No obstante la “precariedad” de dicha práctica en sus orígenes en nuestro país, se puede observar lo que Michel de Certeau12 llamaría un proceso de apropiación cultural presente en los héroes oscuros de la vida cotidiana, donde los sujetos desarrollan una producción secundaria y encubierta, paralela a la producción clásica de bienes, y cuyo carácter central se manifiesta en una especie de arte del reciclado a partir de objetos y materiales13 que le son ajenos en un primer momento a los sujetos, pero que luego serán arrancados de la lógica para la cual fueron producidos originalmente y entrarán a formar parte de otro proceso de producción con usos y utilidades totalmente diferentes a las concebidas por la industria masiva. Luego describe Corzario lo que sería su proceso de profesionalización:



“diseñé mi primera máquina, así en dibujito como yo quería que fuera, con todo el mismo sistema (...) entonces lo llevé a donde un loco que era un tornero, un maestro (...) y me hizo la máquina tal cual se la hice yo (...) en bronce. Entonces al año siguiente que yo había hecho esta máquina, descubrí que existían máquinas de tatuajes por las revistas, caché que eran distintas completamente a la máquina que tenía yo”



“Después de ver tanta revista de tatuajes, junte billetes y mandé a pedir una Telefone Machine, maquina que aún poseo y que nunca me ha dejado mal. Después de la llegada de este encarguito, comenzó justo el boom del tatuaje, lo que me ayudó monetariamente y lo que le demostró a mi mamá que los tatuajes no eran solo para los hampones y los indigentes”14.



En relación a las recientes evoluciones que ha tenido el tatuaje, se puede afirmar –en general– que su arranque inicial, en el marco de las culturas urbanas, es decir, su fase instituyente, se asocia fuertemente con la emergencia, proliferación y desarrollo de las culturas juveniles y grupos de jóvenes que “militaban” al interior de determinadas escenas culturales subterráneas, y que principalmente predominaron con fuerza a finales de los años 70’ y principio de los 80’ en nuestro país. Más tarde, durante los años 90’ con todo el auge de la mass-mediatización y con el consecuente combustionamiento de estilos y corrientes juveniles susceptibles de ser rentabilizadas por el mercado de las imágenes y los servicios, se fue transformando en una industria naciente, volviendo a irrumpir con bastante fuerza en la actualidad. No obstante, aún en Chile no se cuenta con una legislación específica y todavía no se institucionaliza oficialmente. Aunque ciertamente, hoy podemos encontrar diversas ofertas para realizarse un tatuaje, como por ejemplo en Santiago Centro y Providencia15, donde se practica esta actividad comercialmente.



De ahí que Nateras haga alusión a los primitivos urbanos, pues tanto los tatuajes como las perforaciones emergen desritualizados y desterritorializados de su inscripción y su huella cultural primigenia, para atravesar transversalmente los cuerpos y en su avance ir deconstruyendo el estereotipo de las clases, las etnias, los géneros, la orientación sexual, las diversas culturas juveniles e incluso los propios ciclos vitales.



“yo he tatuado niños de 8 años, con su papá y su mamá al lado, el regalo de cumpleaños a los 8 años era un tatuaje (...) lloró toda la sesión, y miraba al papá y estaba feliz y le corrían las lágrimas (...) y el pendejo pasó a ser hombre”16.



Por otra parte, cuando se intenta definir al tatuaje contemporáneo y explorarlo en sus significaciones, emociones y en lo que gatilla finalmente el hecho de dibujarse uno, Corzario parte definiendo al tatuaje como: “llevar arte en el cuerpo para siempre”, es decir, en su caso el tatuaje no sería algo que se hace por azar, o bien, por capricho y moda, sino que tendría una representación menos profana y por lo mismo más profunda, pues sería un arte, una obra de arte, una práctica artística y estética que posee el carácter de perenne.



Pero además, una obra de arte adherida a la piel, donde se la puede apreciar cuando se desee y que suele ser una suerte de compañía cotidiana, pues se la lleva a donde uno valla, mejor dicho a donde el cuerpo valla, porque ya es parte de los órganos del cuerpo, incluso es posible pensarla como un órgano más. Y aún después de muerto el cuerpo el tatuaje continúa acompañándolo.



En ese mismo sentido, al tatuaje contemporáneo urbano se lo define como “la marca de poder, es como tu marca personal, única e irremplazable” (Corzario). Cuando se lo practica las emociones son adrenalínicas y vertiginosas, “la sensación es como pellizcarse fuerte, pero te gusta”. De ahí que exista un proceso de resignificación de esta práctica en los contextos de las sociedades contemporáneas, pues los usos actuales no se corresponden necesariamente con los ritos de iniciación ancestrales que eran característicos de los pueblos y tribus vernáculas. Se les apropia y resignifica en el marco de las culturas juveniles contemporáneas para teñirlos de significados y sentidos complejos y diversos: “esto es mucho más ancestral, místico y mágico que andar pensando que Marx o Hitler tenían la razón” (Corzario).



Por su parte, Rossana Reguillo (1991), frente a la opción de realizar un análisis semiótico de los productos culturales como el tatuaje, en el marco de una investigación sobre una banda juvenil en la ciudad de Guadalajara, propone a partir de dicha experiencia una tipología del tatuaje. Esta tipología sugiere organizar a los tatuajes en dos grandes campos, cada uno de los cuales se dividió en tres categorías:



Estos serían los símbolos más recurrentes rescatados a través de su experiencia de campo. Destacando que las categorías no son excluyentes entre sí, pues al momento de ocupar los tatuajes los cuerpos de los sujetos jóvenes, lo que se observa es la existencia de un continuum donde coexisten y conviven de modo versátil y azaroso las diferentes categorías anteriormente descritas.



Así mismo, destaca en la interpretación de Rossana Reguillo (1991) que el tatuaje de carácter Supraterrenal sería la expresión objetiva de un repertorio de símbolos extraídos de un fondo común que subyace en la memoria colectiva. Mientras que en lo referido a la dimensión Terrenal lo que estarían comunicando los tatuajes se asocia con la construcción de la identidad cultural y específicamente grupal en este último caso.



De este modo, siguiendo a Rossana Reguillo (1991), el tatuaje sería un mecanismo capaz de exteriorizar relaciones y campos de fuerza previamente instalados en la conciencia del sujeto. Una práctica que exterioriza un mundo previamente aprehendido, donde el cuerpo tatuado se configura en un espejo del mundo. Por ello para Rossana Reguillo, “el tatuaje es una forma de comunicación exclusiva (nosotros frente a los otros), que exterioriza una identidad, sirviéndose del cuerpo como medio de comunicación y de ciertos símbolos que son valorados por el grupo” (1991: 227). Y en ese sentido, “el tatuador es un artista en permanente búsqueda: cazador de ideas proyectadas en los claroscuros laberintos de la piel, un viajero de los sueños que emerge por los poros, a cincelazos” (Reguillo, 1991: 222).



Por otra parte, en lo referido a otras prácticas juveniles emparentadas con el tatuaje, en el sentido de las intervenciones corporales, se puede apreciar una fuerte presencia en nuestro país de las llamadas perforaciones, piercings, y en menor medida de los denominados branding17, las escarificaciones18 y la práctica de las suspensiones (o-kee-pa)19.



Entre las zonas del cuerpo que son –generalmente– intervenidas a través de piercings, suelen predominar: los lóbulos de la oreja, la nariz, los labios, la lengua, el ombligo, los pezones, pero los más osados(as) en este tipo de prácticas en nuestro país no escatiman en optar por instalar detalles micro-metálicos en sus genitales.



El sentido que tiñe y permea muchas de estas experiencias, se inscribe en la frontera entre, por una parte, el impulso eléctrico que imprime el dolor físico, y por la otra, el sentimiento de trascendentalidad y profundidad. Pues, las intervenciones son realizadas sobre lo más expuesto y superficial de nuestra humanidad, esto es la piel, sin embargo es el propio cuerpo –a través de la piel– el que se ve profundizado, penetrado, alterado e invadido –en su architextura– por diversos dispositivos y tintas que lo van recreando como si fuesen palabras y voces de un texto hondo e intrincado, y que por lo mismo ni el discurso hablado, ni las hermenéuticas académicas pueden desentrañar.



Por último, en cuanto a los factores que activan el deseo y la práctica de los tatuajes y perforaciones entre los jóvenes20, existen variadas interpretaciones que van desde la posibilidad de experimentación con una situación diferente; el simple deseo de decorar el cuerpo, embellecerlo, distinguirlo y exhibirlo; la adhesión identitaria a determinadas tribus urbanas: punks, góticos, trashers, skinheads, hip-hop, etc.; el cierre o apertura de un determinado ciclo biográfico; o bien, emulando a Michel Maffesoli (1990), ante la fragmentación social, el vacío y la perdida de los grandes referentes de certidumbre en las sociedades que él designa como posmodernas y de masas, donde predomina un proceso de “desidentificación”, surge como respuesta, de determinados grupos “neotribales”, la necesidad de renuclearse y fortalecer los lazos primarios. Ello frente a la intemperie afectiva y normativa a la cual se ven arrojados y obligados –al mismo tiempo– a recrear el socius y la comunidad desde lo más tangible y sensible: el cuerpo. De este modo, una de las opciones más significativas que aparece activando la práctica del tatuaje y las intervenciones corporales como las que hemos descrito anteriormente, resulta ser la posibilidad de reinventarse así mismo, de recrear la subjetividad frente al formateo monocromático y ubicuo de los diversos dispositivos de socialización que van colonizando la vida cotidiana presente al interior de estas culturas juveniles. Se trataría entonces de:



“volver a nacer a la pinta de uno. Uno de repente está chato con todas las güeas que le ocurren en la vida a diario, con la familia (...) que uno quiere hacer su mundo a la pinta de uno” (Corzario).



VI. Biografías de la carne



“El cuerpo caliente y masculino de la Grecia clásica, el cuerpo frío y negado de la época victoriana, el cuerpo disciplinado de la Europa protestante, el cuerpo sufriente de la tradición judeo-cristiana, el cuerpo andrógeno de las sociedades de consumo, el cuerpo virtual de la era de la tecnología. Cada período y cultura ha definido los atributos de los cuerpos y luego los ha modelado a través de lo que Foucault (1976) denominó “dispositivos de vigilancia y control” (Reguillo, 2000: 75).



De ahí que Rossana Reguillo (2000) sostenga que el cuerpo es el vehículo primario de la socialidad, y que finalmente dependa de una eficiente subordinación y rentabilización del cuerpo, el éxito o fracaso de la implementación de un proyecto social determinado.



Hoy los cuerpos jóvenes se encuentran frente a la encrucijada entre –por un lado– el cuerpo-objeto, en tanto cuerpo cosificado, capitalizado y puesto a rendir en la escena del consumo y la moda, como efecto de la trama mediática promovida por el mercado y el tráfico de las imágenes, o bien, en tanto cuerpo sospechoso, que marcado y estigmatizado por los circuitos de la seguridad urbana, se lo castiga y excluye como objeto peligroso para la hegemonía del orden social dominante. Y –por otro lado– el cuerpo-sujeto (Guattari, 1989), atravesado por una multitud espesa de fuerzas oblicuas e insumisas que se resisten a la programación serializada de la subjetividad capitalista, y que por lo mismo es capaz de producir agenciamientos colectivos que encarnan nuevas cartografías socio-culturales, cuyos lenguajes y prácticas emergentes no suprimen el sistema de dominación, pero que en su despliegue local logran fisurarlo micropolíticamente, poniéndole freno al imperio global de la racionalidad tecno-instrumental.



“Todos podemos ser okupas. Basta con romper las relaciones mediocres que establecemos día a día. Basta con romper la cotidianidad hecha de miedo y sumisión. Okupas son todos aquellos que vacían su cuerpo de docilidad y de servidumbre porque ya no se arrodillan”. (Declaración de Principios Okupa, Barcelona, 1997).



Sobre este punto, Dick Hebdige21 en el marco de los Estudios Culturales, destaca por su advertencia, pues en sus trabajos referidos al campo de las subculturas juveniles y los significados sobre el estilo, señala –por un lado– que si bien el estilo punk posee una lógica constante de ensamblaje y flujo, pues introduce una trama heterogénea de significantes que tienden a subvertir la semiótica del orden dominante y a desactivar el sentido de la dirección interpretativa, resistiéndose a cualquier decodificación integral, por otro lado, la cultura capitalista contemporánea más que depender de la reproducción lineal de mercancías, se nutre de la sobredosis de energías disidentes incardinadas en las formas culturales que proceden de los márgenes sociales. Entonces, la industria de la moda promueve su propio mercado y simultáneamente consume la potencia de su presa insurgente. Desatándose una especie de circuito perverso, a través del cual se instala una interdependencia funcional, donde el caos expresivo del estilo subcultural juvenil pasa a constituirse en una parte del nuevo orden simbólico dominante. Así, es posible entonces afirmar junto con Dick Hebdige que la historia de las subculturas es cíclica, pues la subversión es seguida por la integración. En ese sentido, el autor plantea que “los estilos subculturales juveniles pueden comenzar por lanzar desafíos simbólicos, pero deben terminar inevitablemente por establecer un conjunto de convenciones; por crear nuevas mercancías, nuevas industrias, y por rejuvenecer a las viejas”22.



Pero desde este punto de vista uno podría terminar apocalípticamente sosteniendo que bajo la ley del mercado el discurso de las culturas juveniles solo fabrica simulacros de subversión regulados por la máquina capitalista, hoy adaptada y especializada para fagocitar disidencias culturales con el fin de diversificar su demanda diferenciada y personalizada. En ese mismo sentido, sería complejo identificar alguna práctica radicalmente ‘otra’, que exprese la constitución de una alteridad y/o anomalía más allá de los códigos de la colonización capitalista, pues dicho sistema es visualizado como un todo clausurado sobre sí mismo y que impediría cualquier tipo de perforación crítica sobre su tejido perfecta e infaliblemente suturado.



Ahora, ciertamente es posible identificar la existencia de rasgos contra-hegemónicos en algunas prácticas juveniles urbanas ligadas a las cartografías del cuerpo-sujeto, como lo hemos descrito –en alguna medida– en las secciones precedentes, sin embargo no hay que perder de vista el hecho que subrayan autores como Dick Hebdige, donde pareciera existir una cierta muerte anunciada de todo antagonismo crítico radical, pues como ya se planteó, el capitalismo posmoderno requiere de las diferencias e innovaciones plasmadas por las subjetividades culturales emergentes para propulsar y expandir su propio crecimiento a través de su recapturación en la red de imágenes telemáticas. No obstante, las velocidades y las intensidades nómades que puede alcanzar la experiencia del deseo al recorrer las entrañas del cuerpo-sujeto, resultan ser hasta cierto punto una apuesta impredecible e irreductible a las reglas y los ciclos del consumo masivo, pues los afectos tránsfugos que entreteje capilarmente un cuerpo sujeto no son susceptibles de cálculos previsibles, haciéndose notar que al interior del propio canon del mercado también operan experiencias desterritorializadas y prácticas colectivas con economías corrosivas, que perforan desde dentro los códigos serializados y trivializados por las políticas de la transacción capitalista.



En ese sentido, “ningún modo de producción y por lo tanto ningún orden social dominante y por lo tanto ninguna cultura dominante verdaderamente incluye o agota toda la práctica humana, toda la energía humana y toda la intención humana” (R. Williams, 1980: 147).



Y es precisamente –a propósito de energías humanas desterritorializadas– que se hace posible abordar experiencias y prácticas radicales más allá de las narrativas binarias, como por ejemplo, el gesto emergente de inscribirse sobre la piel un código de barra23. Cuestión que se encuentra atravesada por interpretaciones ligadas tanto con la frivolidad como con la resistencia cultural, eso dependiendo del contexto social donde inscribir dichas semióticas. En este último sentido, me gustaría avanzar un poco más y plantear la existencia de procesos moleculares y simbólicos de insurgencia, pues evidentemente la práctica de tatuarse un código de barra no terminará por socavar las bases del sistema capitalista, pero dicho gesto constituye –para algunos deslizamientos analíticos que comparto– una práctica que desterritorializa los signos con los que trabaja el mercado para hacerlos operar con un sentido invertido, orientado –por cierto– al cruce y a la explosión de múltiples significados y metáforas, que las lógicas de la comercialización y los dispositivos de la moda no alcanzan a capturar, pues quién lleva hasta el limite las prácticas de subordinación mercantil se autoexpone –en el caso del tatuaje del código de barra– a ser visibilizado como un cuerpo espejo que traza las trayectorias prescritas del ojo transeúnte, haciendo proliferar y circular sobre el mapa social y urbano una trama de imágenes oblicuas asociadas con el cuerpo-cosa, con el cuerpo-serie, o bien, con el cuerpo que se vende y prostituye.





Para esta situación concreta autores como Deleuze y Guattari, o incluso el propio Marx plantean que si bien es cierto el ir en contra del sistema o el negar su naturaleza puede generara vuelcos importantes, éstos no descartan la factibilidad de insertarse en el sistema para llevarlo hasta sus últimas consecuencias e incubar –desde dentro– embriones de transformación y resingularización, es decir, saltos cualitativos que en conexión a otros procesos de lucha específica pueden lograr generar mutaciones valóricas y sociales de envergadura.



“En los márgenes del cuerpo social emergen impulsos de fuga o de ruptura, señales tal vez de algún modo disidente de subjetividad, si seguimos la sugerencia de Guattari, que insta a ver en el llamado “desvío” índices de desestructuración social, conatos que no alcanzan a articular su potencia en una máquina de guerra eficaz, pero que continúan, en la penumbra, su acción de minar los mecanismos de normalización institucional” (Perlongher, 1997: 55).



Por último, a propósito del contexto donde inscribir determinados símbolos y emulando en ese sentido a S. Hall, es posible plantear que la indumentaria punk, la práctica urbana del graffiti, el peinado dreadlock en el mundo rasta-reggae, las perforaciones corporales y el propio gesto de tatuarse un código de barra, pueden ser leídos como símbolos bastante consistentes del antagonismo juvenil al interior de un contexto cultural e histórico determinado, donde funcionan coherentemente los parámetros de la rebeldía urbana y del desacato juvenil, sin embargo si arrancamos estos símbolos de dicho campo de inscripción y los situamos al interior de otro campo social, pueden ser leídos perfectamente como expresiones características de la cultura de masas. De este modo, por ejemplo, “el eslogan o símbolo radical de este año quedará neutralizado en la moda del año que viene; al año siguiente será objeto de una profunda nostalgia cultural (...). El significado del símbolo cultural es dado en particular por el campo social al que es incorporado, las prácticas con las que se articula y se hace resonar. Lo que importa no es los objetos intrínsecos o históricamente fijados por la cultura, sino la situación de las relaciones culturales” (S. Hall/en Giroux, 1997: 221).



Desde otra perspectiva, es posible observar también como las inteligencias colectivas presentes en las culturas juveniles van siendo constituidas a partir de un campo de fuerzas tensionado por interferencias de la cultura de masas y del mundo de la moda, donde se enfrentan y ponen en conflicto los retazos de lo efímero y lo perdurable. Tensión que por lo demás llega a inscribir su población de signos sobre el propio cuerpo, operando directamente efectos indelebles sobre los tejidos de la carne y de la sociedad hecha ciudad.



Cuestión que también prefigura un contra-sentido, pues como ya se planteara, en un mundo regulado por la lógica de la economía mercantil, donde la renconversión de bienes y símbolos, el deseo de actualización permanente y la innovación de estilos han convertido “lo efímero en imperio”, paralelamente van surgiendo y multiplicándose los colectivos de jóvenes que han tomado como opción y forma de vida la práctica de hacer mutar sus propios cuerpos, en el entendido de que dicha práctica de metamorfosis corporal se orienta al interior de una resistencia contra un sistema que ha hecho de lo evanescente y lo desechable uno de sus valores y normas sociales predilectas. Pudiendo, entonces, verificarse a través de ello que la representación social del cuerpo ha sufrido una profunda mutación en las sociedades actuales, que deviene en la irrupción de un nuevo imaginario social del cuerpo, donde es el propio cuerpo el que se convierte en sujeto para cierto tipo de jóvenes urbanos que han optado por dejar huellas imborrables24 sobre sus pieles. Acabando por configurar un plus-color afectivo sobre el cuerpo, un valor agregado que fractura la economía de la moda y el propio culto a los emblemas de lo nuevo.



“una modificación corporal es lo más entretenido del planeta, uno de repente no quiere ser igual a todos los demás y no hay otra forma de demostrarlo que haciendo algo radical (...) la modificación corporal también es una forma de protesta” (Carlos Corsario).



Pero, además dicha disputa simbólica entre el sistema de la moda y la creación colectivo-biográfica de signos de resistencia, habla –para Paula Croci y Mariano Mayer (1998)– de la pretensión de evadir el control social que pesa sobre el cuerpo. De ahí que estas prácticas como el tatuaje en particular y como las perforaciones en general, se pueden traducir como tácticas de apropiación corporal para su posterior expropiación simbólica, o bien, como tácticas de territorialización del cuerpo para su consecuente desterritorialización25, como ya lo viéramos en el caso del tatuaje del código de barra.



De esta manera, se puede decir que el tatuaje ocupa una zona intersticial entre el ritual vertiginoso del consumo por lo novedoso y la deconstrucción de las serializaciones mercantiles por la vía de su carácter permanente, pues en el campo de batalla que se abre a partir de la moda lo que predomina es la aceleración de lo emergente hecho transacción, mientras que el cuerpo hecho tatuaje constituye una inscripción que invierte la aceleración del ciclo de la moda a través de su estocada de sangre y tinta imperecedera. El tatuaje –a partir de esta dimensión– fisura y produce una herida sobre el tejido del intercambio de mercancías y su incesante flujo, pues su gramática perdurable logra fugarse, entre los poros del mercado, de la fatalidad impuesta por la moda y el color de lo efímero.



En suma, “quién se tatúa hoy ‘por moda’ lo que subvierte no son los códigos del tatuaje, sino más bien los de la moda, puesto que hace estallar lo que le es más inherente: su transitoriedad y su capacidad de reemplazo por otra, que se instale en su lugar. El tatuaje al fijar la moda, la mata y ese réquiem es su ritual” (Rita Ferrer, 1995: 30). Lo que lleva finalmente a proponer que el tatuaje podría ser pensado como una escritura “otra”, una práctica que lucha contra el olvido de la carne y que recrea epidérmicamente las texturas de una memoria caleidoscópica.



En ese último sentido, pero también en un sentido distinto, el tatuaje es un campo atravesado por la práctica26, pues no hay un sistema teórico del tatuaje, sólo existe un puro arte de (ex)poner el cuerpo, una acción de auto-exponer el cuerpo y compartir el cuerpo. De ahí que exista también un vínculo estrecho con la escritura, donde el tatuaje hace palabra la propia carne, pues quién practica un tatuaje también narra una historia de roces sobre la piel de un otro. Además, “siempre se ha señalado la función de esa extraña operación que es escribir como un rastro, una huella, una marca, una traza, un surco, como formas de arar, o del parcelar, cortar, roturar y las operaciones concomitantes, cercar, alambrar, fronterizar, limitar, y luego, inclinarse, componerse, encogerse, acuclillarse, acostarse, para leer. Operaciones realmente extrañas si las pensamos no desde el saber, sino desde el hacer, no desde la mirada sino desde la mano, como una actividad manual”27. Sobre este aspecto Croci y Mayer logran articular una potente asociación entre el tatuaje y la escritura, pues para ellos si la práctica de la escritura consiste en trazar o marcar, resulta imposible no pensar en el tatuaje como una forma de la escritura, donde además“ existe una analogía en el procedimiento: una superficie, una herramienta, una mano. El tatuaje es siempre un texto manuscrito. La pluma del maestro tatuador es como ese instrumento de placer cuyo propósito nunca está en duda: tocar el otro cuerpo, pero cuya sorprendente eficacia radica en su condición de marca imborrable, que inauguraría la lectura, induciendo a leer, quizá cualquier cosa, pero siempre a leer” (1998: 148).



Pero ante todo la importancia del tatuaje como práctica no está dada tanto por su modo de producción al interior de las industrias culturales, como por su consumo, o bien, por lo que los usuarios recrean a partir de su consumo, es decir, a partir de su uso y producción de segundo grado, (de Certeau, 1995) silenciosa, cotidiana y fugaz. De este modo, los jóvenes urbanos lejos de ser consumidores pasivos y receptores disciplinados de los objetos y bienes simbólicos que proliferan en los circuitos del consumo masivo, promueven una producción secundaria y muchas veces opaca e intersticial, donde se desarrollan procedimientos de apropiación de los bienes y símbolos para su propio beneficio.



Para hacer referencia a este campo de prácticas, M. de Certeau (1995) habla de las tácticas populares de microresistencia y apropiación presente en los sujetos de la vida urbano-cotidiana, donde el énfasis del enfoque no se sitúa en torno a las representaciones sociales de la gente común sobre una determinada práctica cultural, sino que resitúa la mirada a partir de las operaciones y procedimientos específicos que inventan los sujetos –en este caso los jóvenes– para sobrevivir y desenvolverse en los contextos urbanos. Es decir, lo relevante de esta forma de mirar no estaría dado por las representaciones sociales en torno al tatuaje o las mutaciones corporales, sino por lo que los sujetos jóvenes realizan con los tatuajes, lo que hacen efectivamente con ellos, los usos que le otorgan y el cómo los consumen. Lo que en definitiva se podría traducir en lo que las culturas juveniles realizan específicamente con sus cuerpos en el plano de lo estético, las prácticas a las cuales someten sus cuerpos, el cómo lo usan, lo reinventan y redibujan.



Este último aspecto sería uno de los campos insuficientemente explorados en los estudios actuales sobre culturas juveniles en nuestro país, pues pareciera ser que los usos y prácticas que los jóvenes urbanos ejercen sobre su corporalidad en el marco de las llamadas culturas juveniles, se liga con campos de experiencias específicas y escasamente abordadas desde el contexto de las culturas juveniles, como por ejemplo, el campo de la sexualidad, el deporte, las trayectorias y ocupaciones de la ciudad, la droga o el alcohol y, por cierto, las estéticas que pueblan y tiñen los cuerpos urbano juveniles.



Pero más allá de este último planteamiento, lo significativo resulta ser que el cuerpo inscrito al interior de las culturas juveniles se configura no sólo en un campo objeto de políticas de intervención juvenil, gestión económica, vigilancia policial y control biopolítico, sino que por sobre todo en un campo sujeto a la resignificación y apropiación que los propios jóvenes urbanos realizan, a través de procedimientos específicos y prácticas cotidianas de microresistencia expresadas en lo diferenciado de sus vestimentas, sus peinados, sus accesorios, sus perforaciones y sus tatuajes. Ello con el fin de alterar y transgredir las lógicas de la normalización urbano-perceptiva, impuestas por las estrategias de poder que regulan el orden neoliberal y su publicitada paz ciudadana.



De ahí también que se esté en condiciones de afirmar que “los tatuajes no están en lugar del cuerpo porque son el cuerpo, desde que pasan a formar parte de él. Sin embargo, como atributos de ese cuerpo alcanzan para modificarlo –“después del paso de la aguja nadie puede ser el mismo”–. Lo diferencian, lo hacen realmente otro, tal vez, único e irrepetible” (Croci/Mayer, 1998: 19).



Desde este marco de referencia, el cuerpo ciertamente se constituye en la propia subjetividad de las diversas culturas juveniles, donde es posible pensarlo como un nuevo territorio político para el mundo de los jóvenes, cuestión que no apunta a pensar ningún tipo de fundamentalismo emergente ni esencialismo reduccionista, pues lo que se observa en el campo juvenil no es un intento por centralizar las luchas por la insubordinación y las libertades urbano-juveniles a un único plano de contradicciones, sino que más bien lo que se puede leer es precisamente la multiplicación de los ejes de confrontación y conflicto, y el cuerpo –por cierto– se transforma en uno de esos principales campos de conflicto con el mundo adulto, con el mundo de la escuela, con el mundo de los aparatos policiales y militares, con el mundo que promueve el sexismo y el racismo, con el mundo de las políticas de mercado, entre otros.



De esta forma, si el cuerpo se constituye en subjetividad colectivo-juvenil bajo el entendido de las culturas juveniles con sus estilos multiformes y sus estéticas oblicuas, es decir, si el cuerpo se configura en el soporte básico para la práctica efectiva de la reinvención de sí mismo, entonces la ciudad y sus múltiples circuitos se transforman en escenarios pluridimensionales, que cobijan el flujo de una biografía juvenil cuyo ensamblaje habla de una extraña alquimia entre carne, metal, tinta y sangre. Y donde la vieja ciudad letrada deviene en ciudad tatuada, pues tal vez en algún instante ya no quedará ningún cuerpo sin su dibujo de tinta indeleble, sin su trazado errante, como el trazado que realizan las líneas de una mano en su intento por balbucear un destino posible. Pues “tenemos tantas líneas enmarañadas como una mano. Somos tan complicados como una mano. Lo que nosotros denominamos de diversas maneras –esquizoanálisis, micropolítica, pragmática, diagramatismo, rizomática, cartografía– no tiene otro objeto que el estudio de estas líneas, en los grupos o en los individuos” (Deleuze, 1997: 142).



“el tatuaje no es moda, porque el tatuaje vino para quedarse, los tatuadores van a seguir tatuando hasta que se mueran y a la gente le va a gustar cada vez más el tatuaje. Entonces tiene que ser una pega para siempre, yo creo que va dejar de ser una moda, va ser algo necesario para cada persona, todo el mundo va necesitar tener un tatuaje (...) existirá el tiempo en que la gente va elegir no tatuarse para no sentirse tan de este mundo (...) yo creo que nadie va resistir no tatuarse” (Corzario).

Notas



* Actualmente esta indagación constituye el embrión de un proyecto de investigación más amplio que a la fecha también incluye producción de información empírica recabada en varias ciudades de Chile, como Iquique (norte), Valparaíso (centro), Concepción (sur), etc.



1 Pueblo de Francia/Estación prehistórica: primer período del paleolítico superior.



2 La momia llamada Oetzi, fue encontrada en los alpes italianos y su data de tiempo aproximada es de 5.300 años.



3 Naturalista ingles (1743-1820) que acompañó a J. Cook en un viaje alrededor del mundo.



4 Navegante y cartógrafo ingles (1728-1779). En sus viajes por Oceanía descubre Nueva Zelanda.



5 Navío británico que exploró la Polinesia en 1788.



6 La figura del Dr. Rafael Salillas y Panzano, destaca por sus aportes en el plano de la antropología médica y forense, pero también en lo relativo a sus investigaciones en el campo del tatuaje, condensadas en sus textos: “El tatuaje y su evolución histórica”, Madrid, 1908 y “El tatuaje y su destatuamiento en Barcelona”, Barcelona, 1910.



7 Uno de los primeros tatuadores profesionales fue C. H. Fellows. Se considera que el primer local de tatuajes fue el abierto en 1870 en Nueva York por Martín Hildebrant, inmigrante alemán. Su mayor competencia fue Samuel O’ Reilly inventor de la máquina de tatuar en 1891, esta máquina estaba inspirada en una maquinaria inventada por Thomas Edison.



8 Revisar sobre culturas juveniles en Chile el libro de R. Zarzuri & R. Ganter: “Culturas juveniles, narrativas minoritarias y estéticas del descontento”, UCSH, Santiago de Chile, 2002.



9 “De estéticas Corporales Juveniles”, ponencia presentada en la Mesa de Juventud en el XXII Congreso ALAS, durante el mes de octubre de 1999, Concepción, Chile.



10 Músico de la banda Santiago Rebelde y Tatuador Profesional, adscrito a la escena Ska de Santiago de Chile.



11 Entrevistas realizadas durante el mes de mayo del 2003.



12 “La invención de lo cotidiano”, Universidad Iberoamericana, México, 1995.



13 Motor de radio, portamina, tinta china, etc.



14 Corzario “El arte del tatuaje”, en “Unión, Respeto & Ska”, Fanzine dedicado al Ska y todos sus derivados, Santiago, octubre del 2001.



15 Donde destacan los circuitos del Eurocentro, Portal Lyon, Paseo las Palmas y Dos Caracoles.



16 Testimonio narrado por Corzario, en relación a la experiencia vivida junto a una familia de la comuna de Maipú en Santiago.



17 Práctica que consiste en quemarse la piel a través de un fierro caliente, que por lo general se adapta a las fisonomías y diseños que los usuarios desean grabar sobre sus pieles. Y que resulta ser muy semejante a la practicada en el marcaje de animales.



18 Práctica que consiste en provocar delicadas incisiones sobre la piel, configurando diseños a partir del relieve dejado por la cicatriz.



19 Práctica ceremonial de iniciación ancestral, realizada por la tribu de los mandans, del norte de Missouri, y que hoy se practica en muchas partes del mundo, además de haberse practicado en nuestro país. En términos sumarios esta práctica supone colgarse del pecho con unos dispositivos que se asemejan a los anzuelos usados para la pesca.



20 Y en general de la mayoría de las intervenciones y mutaciones corporales.



21 Revisar “Dick Hebdige, Subcultura: El significado del estilo”, en Barker/Beezer “Introducción a los estudios culturales”, Bosch, Barcelona, 1994.



22 Dick Hebdige, citado por Anne Beezer (1994: 125).



23 Revisar sobre este punto el texto de Croci y Mayer (1998), donde se hace alusión al testimonio de los Argonautas y sus propias experiencias en torno al significado de tatuarse un código de barra.



24 Imborrables incluso si se toma la opción de destatuarse por la vía del láser, pues las marcas de la cicatriz resultan ireversiblemente indelebles, como si la piel y el cuerpo se resistieran al olvido.



25 Aquí la noción de territorialización, implementada por F. Guattari (1989), se asocia con la apropiación, es decir, de subjetivación cerrada sobre ella misma. Y la alusión a la desterritorialización (Guattari, 1989) apunta a una apertura, donde el territorio o la subjetivación se implican en líneas de huida.



26 Entendida tal cual M. de Certeau (1995) la aborda, es decir, como un arte de hacer.



27 Nicolás Rosa, Artefacto, Rosario, Beatriz Viterbo, 1992. Citado por Croci/Mayer (1998).



Referencias bibliográficas



1. BARKER, M. y BEEZER A. (1994) Introducción a los estudios culturales Barcelona: Bosch.



2. CROCI, P. y MAYER, M. (1998) Biografía de la piel. Esbozo para una enciclopedia del tatuaje. Buenos Aires: Perfil.



3. CORZARIO, N. (2001) “El arte del tatuaje”. Unión, Respeto & Ska. Santiago.



4. DE CERTEAU. (1995) La invención de lo cotidiano. México: Universidad Iberoamericana.



5. Declaración de Principios Okupa (1997) Barcelona.



6. DELEUZE, G. (1997) Diálogos. Valencia: Pre-textos.



7. FEIXA, C. (1998) De jóvenes, bandas y tribus. Barcelona: Ariel.



8. FERRER, R. (1995) “Paisajes de la piel, transcursos a la deriva”. Revista de Crítica Cultural N° 10, mayo, Santiago de Chile.



9. FOUCAULT, M. (1990) Vigilar y castigar. México: Siglo XXI.



10. FOUCAULT, M. (1987) Historia de la sexualidad. Volumen I. México: Siglo XXI.



11. GANTER, R. (1998) “La ciudad como encrucijada: una mirada desde los intersticios”. Revista Perspectivas. N° 5, Santiago de Chile: ediciones UCSH.



12. GIROUX, H. (1997) Cruzando Límites. Buenos Aires: Paidós.



13. GUATTARI, F. (1989) Cartografías del deseo. Santiago de Chile: Ed. Fco. Zegers.



14. ILLANES, M. A. (2002) “El cuerpo como cultura. El caso chileno” en Intervenciones de Utilidad Pública. Santiago de Chile: Fondart.



15. LIPOVETSKY, G. (2000) La era del vacío. Barcelona: Anagrama.



16. MAFFESOLI, M. (1990) El tiempo de las tribus. Barcelona: Icaria.



17. NATERAS, A. (1999) “De estéticas Corporales Juveniles”, Ponencia presentada en el XXII Congreso ALAS, durante el mes de octubre, Concepción, Chile.



18. PERNONGHER, N. (1997) “Avatares de los muchachos de la noche” en Prosa Plebeya. Buenos Aires: Ediciones Colihue.



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20. REGUILLO, R. (2000) Emergencias de culturas juveniles. Estrategias del desencanto. Bogotá: Norma.



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23. WILLIAMS, R. (1980) Marxismo y literatura. Barcelona: Editorial Península.



Algunos sitios Web consultados:



24. www.ucm.es/info/museoafc/loscriminales/biografías/salillas.html



25. www.cuerpoadornado.com/tatuajes.html



26. www.vampiros.cl/tatuaje.html



27. webs.sinectis.com.ar/mcagliani/htatuaje.html


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1 comentario:

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